Compartir el recuerdo de la Primera Maestra Tecla para mi es hablar de una persona muy querida, de un familiar, que en diversas formas contribuyó a enriquecer mi vida, a consolidar mi vocación paulina, a ‘pensar en grande’ para abrirme a los vastos horizontes de nuestra misión. La universalidad es una dimensión que me llamó la atención desde el primer encuentro con las Hijas de San Pablo en Verona.
El testimonio de la Primera Maestra, los regulares encuentros con la comunidad, sus relaciones después de las visitas fraternas en varios países, como la última del Congo, su pasión por la misión y las almas no podían dejarnos indiferentes. Hizo que la mente divagara y el corazón vibrara; nos hacía entender que valía la pena dedicar la vida al Señor, para convertirse, con su gracia, signo de su Presencia, instrumentos por Él elegidos, amados, y enviados para llevar a todos y por todas partes la luz del Evangelio, según el ejemplo de María, la primera gran Apóstol, nuestra Madre y Reina de los Apóstoles.
Tuve la forma de encontrarla personalmente más de una vez. Ya en Alba, en los primeros tiempos de formación, recuerdo que era siempre una fiesta cuando venía a visitar la comunidad. Nos donaba siempre una nueva carga de entusiasmo y por consecuencia estimulaba mi compromiso en prepararme bien para lo que el Señor quería de mí.
En Roma, durante el noviciado y los años de estudios, era fácil encontrarla cuando iba a rezar o visitaba el apostolado. Ocasionalmente se le veía también conversar con el Primer Maestro, el Beato Santiago Alberione, después de cualquier acto litúrgico en el Santuario. Me llegaba siempre su simplicidad, el verla cada vez participar en los diversos compromisos comunitarios, como limpiar la verdura o hacer otros pequeños servicios con las hermanas ‘grandes’, disfrutar de estar juntar. Su jovial amabilidad era contagiosa.
También fue muy edificante para mi verla absorta en la oración, y tenerla cerca en la iglesia, en el mismo banco de preparación a la Confesión. Su recogimiento transmitía la intensidad de su comunión con el Señor, y al mismo tiempo era un mensaje, una silenciosa invitación a imitar el ejemplo.
Después de la Profesión, presidida por el mismo Primer Maestro en marzo de 1956, era costumbre ir a su oficina para que nos prendiera en el hábito un pequeño crucifijo que habíamos recibido. En esa ocasión ella daba a cada una un ‘pañuelo’ y nos explicaba el significado de aquel simple gesto. De ahora en adelante, nos decía su vida, debe convertirse un don incondicional para las almas, en humildad y en plena disponibilidad, precisamente como un ‘pañuelo’, que se guarda en el bolsillo y siempre se puede usar libremente cuando es necesario. También fue claramente lo que vivía ella en su rol de colaboradora del Fundador, siempre dócil y disponible para cooperar juntos al desarrollo de la Congregación. Recuerdo bien este momento, que marcaba también para mí el comienzo de un nuevo camino, de un nuevo sentido de pertenencia y de compromiso para proseguir fielmente el camino emprendido.
Era 1960: debí suspender temporalmente los estudios en Roma para ir a casa y asistir a mi mamá que estaba en el hospital. Papá estaba solo en casa. No estaba bien. Mi hermano estaba haciendo su servicio militar. En este período la Primera Maestra me estuvo particulamente cerca. Después del deceso de mi mamá, el 29 de Marzo de 1960, ella se hizo presente con una de sus preciosas ‘tarjetas’, expresión de su participación maternal en mi dolor, y de gran consuelo. A mi regreso a Roma fui enseguida donde ella con el corazón hinchado y lágrimas en los ojos. Me acogió con tanto afecto. Me abrazó con ternura materna y me susurro lo que ya me había escrito: « ¡Coraje! Ahora ocuparé el puesto de tu mamá». No olvidaré nunca la intensidad de ese momento y la gracia de ese ‘don’. Pienso que este gesto puede expresar mucho más que las palabras respecto a la figura y papel de la Primera Maestra para todas las Hijas de San Pablo.
Maestra Tecla fue verdaderamente una mujer de gran sensibilidad, ‘madre’, madre fuerte y comprensiva, valiente. Lo dijo bien el Primer Maestro cuando a las Hijas de San Pablo escribió: «Tendrán muchas maestras pero una sola es su Madre», madre al punto de ofrecer su vida por la santificación de todas las Hijas de San Pablo.
En junio de 1963 Hna. Sara Schena y yo terminábamos nuestros estudios y estábamos a la espera de conocer nuestra destinación. Solo en 2000 supimos por Maestra Eulalia, entonces en Italia por unas cortas vacaciones desde Corea, que nuestra destinación fue aprobada por la Primera Maestra en el último encuentro de Consejo en que ella había participado. Esta información me dio tanta alegría. El hecho de estar en un preciso puesto por su expreso deseo fue siempre un gran apoyo para mí, especialmente en los momentos más difíciles. Me estimulaba la consciencia de estar donde el Señor me quería.
En junio del mismo año terminaba también los ejercicios para las Novicias en preparación a la Profesión. Era el último grupo con Maestra Nazarena. Se esperaba encontrar individualmente la Primera Maestra, pero con tristeza hemos debido aceptar que solo algunas pudieran tener esa posibilidad, porque la Primera Maestra tenía que ser hospitalizada en Albano. ¡Un triste presagio para todas!
Antes de nuestra partida de Roma, Hna. Sara para Corea y yo para Inglaterra, junto a Maestra Nazarena hemos podido saludarla en el hospital. Un breve encuentro de pocas palabras; un augurio para la misión que nos esperaba y una reiterada invitación a ‘hacernos santas’, acompañado de su abrazo, y una bendición sellada con un signo de la cruz en la frente. Su mirada intensa, estimulante y conmovida, nos acompañó mientras salíamos de su habitación, como una promesa que su ‘presencia’ siempre vigilante y materna nos habría acompañada, guiado y sostenido incluso después. Fue nuestro último saludo.
Pero ella ha continuado y continuará caminando con nosotros y ser para todas las Hijas de San Pablo en el mundo un faro luminoso que ilumina nuestras vidas, nuestro camino, orienta y dirige nuestro camino para llegar a ser ‘santas apóstoles paulinas’, como ella nos quería, para ser siempre más efectivamente en la Iglesia y para el mundo instrumentos de luz, signos de esperanza, abiertas a los diversos pueblos, a todas las culturas, para compartir con todos “las maravillosas riquezas” del amor del Padre manifestadas en Jesús, la Verdad que a todos ilumina, la Vida que a todos nutre y renueva, el único Camino que conduce a la salvación.
Espero y rezo para que la Iglesia, que Maestra Tecla tanto amó y fielmente sirvió, la cuente pronto entre sus santos.
Eugenia Campara, fsp