Era por la noche, después de cenar, cuando nuestra maestra de formación nos acompañó a saludar a Primera Maestra. Yo había llegado a Alba en septiembre de 1954. Sabía apenas que era una importante superiora, llegada de Roma, a la que llamaban Prima Maestra.
Sentada en medio de un simpático grupo de hermanas, estaba ocupada limpiando porotos verdes mientras entretenía al grupo con sus historias. Tras un saludo, la formadora nos presentó.
A partir de esa breve visita, empecé a disfrutar de sus frecuentes encuentros, sobre todo después de sus viajes, que nos contaba con lujo de detalles, suscitando en nosotras el deseo de la misión e, indirectamente, haciéndonos comprender más profundamente el sentido de nuestra misión específica.
Antes de la Profesión nos escuchó personalmente. Me hizo muchas preguntas: si era feliz, si me gustaba ejercer nuestro apostolado. «Desde luego – le respondí – especialmente la propaganda». Y como resultado me encontré estudiando Filosofía y Teología.
En aquellos días, cuando la Primera Maestra estaba en Roma, daba allí una conferencia los domingos después de la segunda misa. Era fácil escucharla porque hablaba de las cosas divinas con un lenguaje sencillo y práctico. Una tarde, después de la renovación de los votos, no recuerdo el año, nos hizo el regalo de pasar la tarde con nosotras. Como siempre, nos habló de sus viajes, sobre todo a la India. Nos dijo que nunca se sentiría de pedirle a una hermana que fuera a ese país, pero sólo si alguien se ofrecía espontáneamente.
Durante el Concilio Ecuménico, había dispuesto invitar al almuerzo a los obispos de las naciones donde estaban presentes las Hijas de San Pablo. Por la mañana, uno del grupo celebraba la Santa Misa y hablaba de su propia nación: una manera concreta de mantener vivo el espíritu misionero. La misión se convirtió en una realidad concreta. Y ella, al escuchar a los obispos, se dabas cuenta de las necesidades más urgentes: ropa, cómo hacer frente al frío para los obispos de los países cálidos…
En aquel tiempo, nosotras tres las más jóvenes del grupo de estudiantes fuimos enviadas a las casas filiales. Fue precisamente en ese entonces cuando Maestra Tecla nos dejó; y no pudimos estar presentes en su funeral. Pero sin duda también nos tenía en mente, porque en septiembre de ese año, reanudamos con las hermanas del grupo el estudio de la Teología.
De nuestro grupo, una tras otra, emprendimos vuelo a las misiones con el entusiasmo que ella nos había transmitido. Yo fui la última en partir, tras cinco años como formadora de las aspirantes, destinada a la última misión que lleva su firma: Uganda.
Tengo tantos recuerdos de la Primera Maestra: de su preocupación por cada una de nosotras, su confianza y su amor. Nos hacía sentir queridas, responsables, e incluso decisiones que podían parecer castigos eran, en realidad, por nuestro bien.
Un legado que me dejó, además del entusiasmo y la apertura misionera, fue la confianza en los superiores, apoyada en lo que el Fundador me escribió después de los ejercicios espirituales que él mismo dirigió: «Toda bendición. Vivir en la fe: en las Constituciones y en las disposiciones de los superiores encontrarás la santificación» Sac. Alberione (17.6.1965).
Retomo el mensaje que la Primera Maestra Tecla me había dado la víspera de mi primera profesión: «Permanece siempre serena y feliz entre los brazos de la Santísima Virgen y llegarás a ser santa. En unión de oraciones» M. Tecla (23.6.60).
Estas son las condiciones para que podamos seguir y poner en práctica cuanto el Beato Santiago Alberione indicó como medio principal para nuestra santificación y apostolado.
Teresa Marcazzan, fsp