Soy afortunada

Sí, mi vida en la Congregación ha sido plena, rica, me atrevería a de­cir «afortunada», o quizás debo decir «agraciada». He en­contrado tantas per­sonas que me han “edificado”, no tanto haciéndome predi­cas, sino con su vivencia me han estimulado a caminar. Y entre estas ¿Es necesario decir­lo?, se destaca ella, TECLA.

En Mestre nuestras hermanas tenían al­gún problema con la casa y yo había pedido a mi padre, de ayudarles, antes de entrar en Roma.

Una tarde, saliendo del santuario Reina de los Apóstoles, después de la hora de adoración, me crucé con la Primera Maestra – sabía solo quien era de cuanto me habían contado las hermanas de Mestre – la que me detuvo y, como si hubiésemos sido ami­gas de mucho tiempo que se reencuentran, me dice: «Te traigo los saludos de tu papá y de tu mamá. Ven conmigo». Me llevó a su oficina, me hizo sentar en uno banquito a su lado y abrió el último cajón de su escritorio: habían chocolates y caramelos – y entonces no habían muchos en el convento – que me ofreció mientras me contaba cómo había encontrado a los míos. Me despidió luego diciéndome: «Ven a verme, alguna vez».

Salí como caminando por las nubes: era la Superiora General, pero… ¡era normal! No tenía el aire de quien guiaba y era res­ponsable de tantas hermanas y tantas ac­tividades apostólicas dando vueltas por el mundo. Te miraba sonriendo, te contaba lo que había hecho y a quien había encontra­do… percibí una relación: frente a ella no eras una más, eras tú, solo tú.

Hna. Giovanna Grandi, entonces maes­tra de las aspirantes, en sus conferencias nos había recomendado no detenernos a conversar con las hermanas, pero «con los superiores», clarificó, éramos siempre libres de hablar sin tener que pedir permiso. Y yo, como siempre, le creí. Por lo que la invita­ción de la Primera Maestra, «ven a verme», para mí era una invitación a una boda: y muy pronto – ¿Deliberadamente? – olvidé que ella había agregado: « alguna vez».

Participaba en los cursos de “filosofía” junto a las hermanas profesas y en los tiem­pos dedicados al estudio habitualmente so­líamos estar solo tres o cuatro aspirantes en la sala: con tranquilidad, cuando sabía que ella estaba en sede, me escapaba fuera, atravesaba el jardín que nos separaba de su casa, y me iba a verla. Ella siempre me acogía con una sonrisa que decía: « estoy contenta que estés aquí»: me sentía «bien­venida». Me hacía sentar en el taburete, de madera, me contaba alguna cosa, de las hermanas que había encontrado en sus via­jes, de actividades apostólicas, de la belleza de nuestro apostolado que llegaba a tierras que no habríamos soñado jamás, que am­pliaba nuestros limitados horizontes de vida; me hablaba también de lo que había pensa­do y meditado sobre las lecturas de la misa de la mañana… me hablaba de su vida: ¡y yo bebía todo! Me hacía luego hablar de mi vida: me preguntaba por qué había elegido hacerme religiosa y por qué había elegido a las Hijas de San Pablo, yo que conocía bien otros institutos, por haber estudiado con religiosas; qué me gustaba de la vida reli­giosa, qué pensaba, cómo me encontraba con las otras aspirantes, qué era importante para mí: solo después me di cuenta que era como tener una maestra de formación per­sonal y al alcance de la mano. Sus palabras eran simples, sus ejemplos concretos, sus sugerencias prácticas y, sobre todo, a mi alcance. Con insistencia me aconsejaba (y esto se convirtió en la máxima que ha orien­tado mi vida): «Sé tú misma, hasta el final; cambia solo si te lo pide el Señor, no para complacer a los demás o porque los demás te lo sugieran. Y sé abierta con la Maestra: ella sabrá guiarte en este camino que tú aún no conoces. Pero el Señor te mostrará lo hermoso que es, incluso cuando pueda haber sufrimientos – sí, en el Señor incluso esos son hermosos, – pero luego, el Paraí­so». Luego, de la nada me decía: «Ahora debo escribir unas cartas; tú quédate aquí y lee…» – había aprendido a llevarme el li­bro de filosofía para estudiar.

Hasta que un día, mientras regresaba… encontré a la Maestra (Hna. Giovanna). «¿Dónde has estado, Gianfranca?». Como si me hubiese pillado in fragranti, respondí tartamudeando: «Donde la Primera Maes­tra». Y ella: «Eres libre de ir cuando quieras, pero trata de no molestarla demasiado…» ¡Obviamente lo sabía todo!

En mi ingenuidad – tenía razón Hna. Giovanna que, con su habitual franqueza modenense, me decía siempre: « ¡Gian­franca, pareces tan inteligente y eres tan pajarita!» – nunca había reflexionado que la Primera Maestra tenía tantas cosas que hacer, que no podía dedicarme tanto tiem­po a mí: ¿quién era yo, después de todo, sino una aspirante? Y le hacía perder tanto tiempo… ¡pero ella parecía feliz de verme, y yo también lo creía! Y se reía mucho cuan­do le contaba cómo engañábamos un poco a la profesora de filosofía, aunque siempre terminaba diciendo: «pero ahora no lo ha­gas más». Era una mujer tan normal que era excepcional. Excepcional era su mirada que penetraba dentro de ti y te hacía desear ser mejor, te hacía sentir querida a pesar de tus deficiencias; persona, también cuando le contaba las travesuras con Matelda, aspi­rante y mi compañera de travesuras irreve­rentes; excepcional su agudeza para captar lo que necesitaba en ese momento, pero so­bre todo lo que tendría que vivir en el futuro.

Maestra Tecla era mi gran secreto (solo Hna. Giovanna lo conocía: por fuerza, cuan­do me veía con los ojos que me brillaban… una pregunta y yo le contaba todo, ¡también los chocolates que había comido!).

También cuando la visitaba en Albano, enferma – yo era “hermanita”, como se de­cía –, ese «recuerda» ha sido su testamen­te para mí. Un poco mal, pero he intentado hacerlo.

Gianfranca Zancanaro, fsp


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