Me ha acompañado desde que como joven aspirante de las Hijas de San Pablo llegué a Roma en 1948; me recibió con su sonrisa y su abrazo. He vivido en la comunidad romana, en los años en los cuales la Primera Maestra, estaba siempre con nosotras en la capilla, en el comedor; en los “servicios”; terminados estos, cada una andaba al propio trabajo/apostolado: cocina, lavandería, imprenta, encuadernación, el estudio, la enseñanza, el huerto, etc. Ella, juntando las manos, en el gesto humilde que le caracterizaba, simple y sonriente, decía: “Ahora voy a hacer la superiora general”. Y se retiraba a su oficina, para acoger y escuchar a quien se presentara por cualquiera necesidad, por pequeña que fuera, y para continuar la correspondencia con las Casas del Exterior, ampliando el horizonte de su alma misionera. He vivido tantos años con su presencia buena, comprometida, rápida, esencial.
Digna. Irradiaba fe, confianza, serenidad de vida. Era fácil encontrarla, saludarla, caminar a su lado, sin cohibirse. La Primera Maestra era como nosotras, como cada una de nosotras y no solo en el hábito. Estar al lado de ella en la oración, o en las recreaciones, era algo habitual, normal. ¡Ella, la Primera Maestra! Humilde y pobre. Esta Mujer que todavía hoy sentimos cercana, presente, a la cual personalmente debo la espiritualidad, la cultura y la misión. En lo que a mí personalmente respecta dijo un No a mi abuelo paterno, anciano de noventa años, que vino a Roma para mi toma de hábito. Él quería llevarme a casa, asegurando que me traería de vuelta. Ella dijo NO a mí patriarca porque, quizás temía de “perderme”. Recuerdo sus sabias conferencias, que cada semana hacia a la comunidad romana, en el salón donde estaba escrito: “Un solo corazón y una sola alma” Siempre clara y esencial.
Como: “mujer asociada al celo sacerdotal”, fue ejemplar en la oración y en la unión con Dios, por eso a menudo repetía: “De mi nada puedo, con Dios puedo todo”, traduciendo en palabras simples y accesibles a nosotras lo que san Pablo escribió de si: “Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza” (Flp,13). Nosotras que hemos vivido con ella, recordamos con intima alegría cada gesto, cada palabra suya, cada uno de sus pasos; la volvemos a ver toda recogida, toda para el apostolado y toda para sus Hijas.
Nada para sí. Recordamos su mirada profunda y límpida, su modo gentil, su voz, su sonrisa, su estatura, su modo de andar, sus atenciones, su recogimiento espiritual, su compromiso apostólico, sus argumentos y reflexiones “de los techos hacia arriba”, su esbeltez, su serenidad, su obediencia. Decía: “Sino podemos estar siempre en la alegría, podemos estar siempre en la paz”. Escribir singulares y detallados episodios en mi opinión sería disminuir el amor de la Primera Maestra, hacia mí. Solamente señalo que estuvo presente en mi toma de hábito (25 de enero de 1950); la recuerdo arrodillada a mi lado mientras hago la profesión de mis votos (19 de marzo de 1953); he recibido su última sonrisa, algunos días antes de su muerte (5 de febrero de 1964). Esta sonrisa me acompaña, como una bendición materna.
A la Primera Maestra: la siento, la vivo, le agradezco. Un largo camino, con ella en el corazón y en la vida, iluminada por su palabra, edificada con su ejemplo. Ella dijo: “quisiera tener mil vidas para el Evangelio”. Yo, por gracia, soy una de aquellas “mil vidas”, pequeña parte asombrada de esta inmensidad. Estoy convencida que ahora, nuestro mundo es el Paraíso, nos separa el espesor de una hoja. “Alabada sea la Santísima Trinidad.Alabada sea por Maestra Tecla. (Himno del Centenario).