Solo ahora conocemos tu medida. Común, como el pan
y como el pan buena y necesaria.
No habríamos crecido así sin ti.
Quizás fue necesaria tu muerte para enseñarnos con tanta certeza.
Hasta que has estado visiblemente entre nosotras tú, sencilla, rápida y trabajadora,
no permitías detenernos a admirarte.
Se debía caminar y correr por los caminos que nos señalabas.
Encarnabas la alegría y la eterna juventud del cristianismo,
y vivías en la dimensión de lo divino.
Creías en Dios y en el Paraíso, con la fe más brillante que un incendio.
Y con obediencia consciente, seguías las huellas del hombre de Dios,
P. Alberione. Amabas con limpidez y pasión tu gran familia.
Todas podemos decir: ¡cuánto me amaba!
Amabas – infinitas posibilidad del amor – toda la humanidad.
Eras una mujer de nuestro tiempo y amabas intensamente nuestro mundo.
Lo entendías
Tu alma excepcionalmente sensible te hacía intuir y abrazar
las necesidades espirituales de todos los pueblos.
Entonces enviabas tus mensajeras, adelante, siempre adelante, bajo cada cielo,
para hacer llegar a cada hombre la salvación de Cristo.
En cada latitud, las Hijas de San Pablo, cantan con sus vidas, la gloria de Dios.
Dan testimonio de su especial consagración, accionando máquinas tipográficas,
maniobrando las cámaras y el micrófono, caminando como mensajeras de Dios y
mensajeras de bondad.
Llevando la palabra que ilumina, vivifica y salva,
las Hijas de San Pablo, tus Hermanas, dicen a Dios y al mundo
cuánto ha podido tu fe admirable
y tu caridad sin límites.