Tecla Merlo, una madre para siempre

Todo empezó para mí, un domingo en la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Entonces sólo tenía 11 años. Anuncié a mis padres mi decisión de hacerme religiosa. Mi padre me prohibió inmediatamente hablar de ello en la familia porque, según nuestra cultura, al ser entonces la única niña, de los siete hijos de los que soy la segunda, era una fuente de financiamiento para el matrimonio de mis hermanos. Sin embargo, éramos una buena familia cristiana.

Hacia los 17 años, entré en el grupo vocacional y en el de renovación en el espíritu con el consentimiento de mi madre, que siempre me animó y apoyó en la búsqueda de mi vocación. En el grupo vocacional, dos domingos al mes, cuidábamos de personas abandonadas por sus seres queridos por ser consideradas brujas. Nuestros servicios consistían en limpiarlos, mantener su entorno y compartir la palabra de Dios del día.

El aspecto que más me desafiaba y cuestionaba era compartir la palabra de Dios del día. Después de compartirla, estas personas estaban radiantes y felices. Entonces surgió en mí una pregunta: “¿Qué puedo hacer para dar la misma alegría a todas las personas que viven en aldeas lejanas a las que no hemos podido llegar?”.

Durante un retiro descubrí que había una Congregación que evangeliza a través de los medios de comunicación. Esto fue para mí la respuesta de Dios a mi pregunta. Estas hermanas, las Hijas de San Pablo, también emitían un programa de radio sobre el Evangelio dominical y publicaban libros Paulinas. Me sentí muy feliz y mi párroco me confirmó en mi descubrimiento.

Ahora tenía que convencer a mis padres, especialmente a mi padre. Un domingo, después de la oración de la tarde, mi madre le hizo la siguiente pregunta a mi padre: «Si Dios se llevara hoy a tu hija al cielo, ¿qué ganarías tú? Ahora Dios te la pide para servirlo, ¿no quieres dársela?» La pregunta de mi madre disgustó mucho a mi padre. Una semana después su respuesta fue: «Hija mía, eres libre de elegir tu vida. Tienes mi bendición». Inmediatamente escribí a las Hijas de San Pablo, que con alegría respondieron positivamente a mi petición. En el sobre, junto con la carta, había una pequeña foto de Hna. Tecla Merlo en oración. Fue mi primer encuentro con ella, un encuentro con una religiosa rica en virtudes.

Cuando entré en la Congregación y profundicé mi relación con ella, me di cuenta de que era una persona de fe profunda y amorosa, una fe que se convertía en confianza en Dios y se traducía en la oración “por mi parte no puedo hacer nada, con Dios puedo hacerlo todo”. Maestra Tecla era una mujer inteligente y sencilla, un verdadero apóstol del Divino Maestro, con un gran corazón, una sonrisa contagiosa y dispuesta a hacer el bien a todos. Una verdadera madre para todos, pero especialmente para sus hijas esparcidas por el mundo. Siempre buscando la voluntad de Dios y haciendo avanzar el apostolado paulino, supo valorar cada cultura, cada diversidad, y encontrar el lado bueno de cada pueblo. Nunca se apegó a su papel y poniendo toda su confianza en el Fundador fue el instrumento dócil que modeló la vida de toda la Congregación.

En su escuela me sentí como en casa, viviendo plenamente mi vocación siguiendo sus pasos.

Al dejar mi tierra congoleña y mi familia, dejé también a mi madre, mi confidente, la que siempre comprendió y apoyó mi elección. Hoy, estando aquí en Alba, en la tierra que vio los primeros pasos de Maestra Tecla, estoy feliz de encontrar en ella una madre, y será una madre en mi vida para siempre. Desde el cielo, me sostenga en el celo apostólico y en el camino hacia una vida más santa, una vida como la suya.

Hna. Générose Sibay Ngandju, fsp


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