Yo me encontraba en Alba ya desde mucho tiempo, y en aquellos años seguramente había visto a la Primera Maestra, la había encontrado, la había escuchado. Pero no la había encontrado en el sentido pleno del término. Yo estaba en el grupo de las “Immacolatine”, las más pequeñas de la comunidad, dedicadas al estudio y a la escuela, con horarios compatibles con los compromisos, con nuestras maestras y asistentes que nos guiaban y asistían con amor y atención. No tengo recuerdos particulares de la Primera Maestra.
Mi encuentro con ella ocurrió en la primavera de 1935. En la tarde estaba rezando con mi grupo, guiado por Maestra Natalina Spada. Mientras rezábamos juntas el rosario, Maestra Natalina me hizo señal de salir de la capilla que, en aquel tiempo estaba en la planta baja de la “Casa Divina Provvidenza” hacia el corso Piave, Alba. Maestra Natalina me dijo que la Primera Maestra quería verme. « ¿Para qué?». «Ve. Te lo dirá ella».
Y me abrió la porta de la oficina de la Primera Maestra, frente a la capilla. En mi pupila ya casi apagada, conservo impresa su figura: bella, acogedora, aquellos ojos que no se pueden olvidar… «Tú eres Olga Guidetti, ¿verdad?». Y entró inmediatamente en el discurso, y es esta una de las características de su personalidad: pronta, esencial, directa. «Veo que has hecho la solicitud para pedir la toma de hábito». «Sí. Quiero recibir el hábito en junio. Cumplí quince años». «Pero tus padres no están de acuerdo que tú hagas la toma de hábito, dado que eres demasiado joven». Perpleja y contrariada, dije: «No creo que sean mis padres y mi familia. Son buenos cristianos, honestos, trabajadores, pero no saben mucho de religiosas y de su vida. No creo que sean ellos. Pienso que sea mi tío sacerdote, el Padre Guido Guidetti, párroco de Levizzano». A este punto, la Primera Maestra me hizo una serie de preguntas, que ahora se diría “test vocacional”: salud, oración, apostolado, compañeras… Luego añadió: «En el caso que tuvieras que esperar para la toma de hábito, se podría abreviar el tiempo de espera del noviciado». Entonces eran muchas las Hijas de San Pablo que habían tomado el hábito y debían esperar turno para iniciar el año canónico del noviciado. «No, no ‒ contesté con la testarudez de la adolescencia ‒, quiero tomar el hábito en junio». «Lo pensaré yo ‒ concluyó la Primera Maestra ‒. Tú sigue rezando y portándote bien».
Recibí el hábito el 30 de junio de 1935.
¡La había encontrado realmente a la Primera Maestra! Buena, atenta, premurosa y afectuosa. Se había interesado de mí, de mis padres, de nuestro trabajo y de todo lo que llevaba en el corazón. Un encuentro en la intimidad de mi alma destinada a permanecer para siempre.
Después de aquel encuentro siguieron otros. Muchos otros. Normal en una vida larga como la mía… Les contaré algunos, lo extraeré de un jardín donde los conservo, variopintos y fragantes. No son los recuerdos grandes, los que hacen grande y única a la Primera Maestra: aquellos los encontramos en las biografías y en los escritos de la Primera Maestra. Son pequeños recuerdos, “florecillas” podríamos decir, los que hacen a “mi” Primera Maestra.
El noviciado, en vía Antonino Pio, Roma, ocupaba el tercer piso de la “Casa Divina Provvidenza”. En el mismo piso de la casa estaba la oficina de la Primera Maestra Tecla. En aquel tiempo yo era la asistente de las novicias. Maestra, Nazarena Morando, estaba temporáneamente ausente, en visita a las Casas de las Hijas de San Pablo en América.
En una hermosa mañana de la primavera romana mi vino una idea. Las novicias, más de cincuenta, estaban silenciosas, ordenadas, concentradas en el estudio; el ambiente era lleno de luz y buen aire. Un marco demasiado bello: era necesario mostrarlo a la Primera Maestra. Descendí la escalera corriendo. Entré en la oficina de la Primera Maestra y le dije: «Primera Maestra, venga. Pocos minuto solamente. ¡Venga!». Me preguntó el motivo. Le respondí en dos palabras. La Primera Maestra se quedó pensando y me entretuvo más de lo que pensaba. Me llamó la atención sobre lo esencial de la formación paulina. La disciplina, el orden, la regularidad son necesarias, deben estar presentes, pero no son la prioridad de la formación paulina, que debe llevar a las jóvenes a ser todas de Jesús, amar el Evangelio y llevarlo a todos.
La Primera Maestra no fue al noviciado. Yo subí las escaleras con otros pensamientos.
Después de la Misa de la comunidad, que se celebraba cada mañana temprano en el Santuario Regina degli Apostoli, me había detenido a hablar con mi hermana Eurice que vino a verme. Mientras nosotras dos hablábamos y discutíamos al lado de la escalinata que conduce al Santuario, salió la Primera Maestra. Ella no nos vio y mi hermana no se dio cuenta; yo seguí con la mirada a la Primera Maestra que se alejaba hacia la puerta, recogida como siempre, llevando el misal y los libros de oración, con la mano sobre el pecho. Después de algunos minutos le dije a mi hermana: « ¿Sabes quién es aquella hermana?». «¡La Primera Maestra!», dijo sorprendida Eurice. Y comenzó a llamarla en voz alta: « ¡Primera Maestra! ¡Primera Maestra!». Maestra Tecla, ya a mitad de camino se dio vuelta, nos miró y volvió atrás. Conversó con mi hermana quince minutos o más, y yo preocupada sabiendo sus compromisos.
En 1953 la Primera Maestra no había podido hacer los ejercicios espirituales anuales a los cuales era fidelísima, por motivos de salud y hospitalizaciones. Lamentaba no haber podido participar a ningún curso organizado y deseaba hacerlos de todos modos. Maestra Ignazia, vicaria general, acogió el deseo de la Primera Maestra y le propuso de hacerlos en una forma compatible con sus condiciones físicas, es decir sola, no en grupo, y en nuestra casa de Grottaferrata.
A mí, Maestra Ignazia me preguntó si podía ir con la Primera Maestra para aliviarla de algunas fatigas, de alguna dificultad cuando fuera necesario; al mismo tiempo haría también los Ejercicios. Prácticamente debía rezar con ella y leerle el texto sugerido, de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. Cuando los ejercicios estaban llegando a su fin, la Primera Maestra me dijo: «Mañana viene el Primer Maestro para las confesiones ». No me lo esperaba. Quedé perpleja y silenciosa. Después le dije decidida: «Yo no me confieso con el Primer Maestro. No se preocupe, Primera Maestra. Mientras usted se confiesa con él, yo voy a la Trapa, a confesarme con el anciano capellán».
El día después de la confesión entregué mi libreta de propósitos a la Primera Maestra, pidiéndole que vea si había hecho bien y darme sus consejos. Al devolvérmela, me dijo: «También yo los hice y mis propósitos los hice ver al Primer Maestro». Al decir así, doblo la hoja donde había escrito: ¡Santuario Regina Apostolorum! ¡Santuario Regina Apostolorum! ¡Santuario Regina Apostolorum! Tres veces.
Yo tuve la suerte – ya que no fue gracias a ningún título especial de acompañar a la Primera Maestra en dos viajes al extranjero: a Inglaterra en 1960 y a India en 1962.
Los viajes con la Primera Maestra
En India, Bandra, me habían puesto a dormir en la misma habitación de la Primera Maestra, en la única casa que las Hijas de San Pablo tenían en Waterfield Road, en el primer piso; justo frente a la sala. Durante el día, la Primera Maestra se ocupaba exclusivamente de las hermanas, mientras que yo salía para acompañar a alguna hermana que debía encontrarse con algunas personas, para conocer los lugares. La Primera Maestra era contenta que yo fuera porque todo me serviría para el apostolado.
Aquel día yo había ido al mercado. En la noche, antes de ir a la cama, desconsolada le dije: «Primera Maestra, me han robado el reloj». « ¿Donde? ¿En el mercado?». «Pienso que si, fui sólo allí». «Lo lamento. Y pensar que quería decirte de dejarlo en casa». Al día siguiente al volver de mi visita al centro de Bombay (Mumbay), la Primera Maestra, en su habitación me recibió con alegría: «Non te han robado el reloj. Lo encontré yo». « ¿Dónde?». «Debajo de la cama. Mira. Allá en el fondo». « ¿Cómo hizo para sacarlo afuera?». «Me tiré bajo la cama». Y ya estaba enferma.
Era “mi” Primera Maestra, la Superiora general.
Las conferencias
En los años 1954-1961, después de la segunda Misa del domingo (entonces se hacía así), cuando estaba en sede, la Prima Maestra reunía a las Paulinas profesas para una conferencia formativa. Se inspiraba preferiblemente en la epístola de la Misa del día, con acentuaciones especiales sobre la caridad.
Partiendo de «Como dice san Pablo…» o «San Pablo recomienda…», hacía de las Cartas de Pablo un preciso punto de referencia. La Primera Maestra no era ni biblista, ni exegeta, pero a través de su voz, la palabra de Pablo descendía en la profundidad del corazón y presentaba desnudamente los opuestos, siempre actuales, de la caridad: la impaciencia, los celos, la envidia, la ira, el egoísmo, el orgullo, la falta de respeto… Y con autoridad y materna comprensión hacía resonar las notas gozosas del Himno de la caridad: «La caridad es paciente, es bondadosa, la caridad no tiene envidia, la caridad no tiene orgullo, no es arrogante, no falta el respeto, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no goza con la injusticia, sino que se alegra de la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cor 13,4-7).
Un domingo, después de estas conferencias que han marcado una época en la formación espiritual realizada por la Primera Maestra, yo me había detenido en el primer piso de la “Casa Divino Maestro”. Estaba allí, mirando desde la ventana, silenciosa y absorta. Pero la escalera de la casa es estrecha y dificulta el paso. En ese momento pasó Maestra Ignazia: « ¿Qué haces aquí?». «¿Sabe qué hago? Pienso en lo que ha dicho la Primera Maestra. Lo que ella dice me llega a lo más profundo del corazón. Me impacta ». « ¿Sabes por qué las palabras de la Primera Maestra hacen este efecto? Porque cada vez está más unida al Señor. En comunión profunda con Él. Lo notamos todas. Lo decimos todas».