Testimonio de Sor Elena Ramondetti
Maestra Tecla sentía gran amor hacia cada hermana. Cuando la volvíamos a ver, se mostraba muy amable y delicada con nosotras: Nos pedía no sólo que le contáramos cómo iban nuestras casas, sino también sobre nuestros problemas personales y sobre nuestra salud. A ella le importaba mucho que nos quisiéramos bien entre nosotras.
Cuando partí a China con otras tres hermanas, M. Tecla nos acompañó a la estación y, cuando nos separamos, me abrazó con tanta efusión y afecto que hoy aún me conmuevo recordando aquella escena. El mismo día, a través de otra hermana que llegó a Nápoles, me mandó una carta llena de afecto y de materna exhortación: recomendaba sobre todo de querernos mucho, de mantenernos fieles, siempre unidas a los superiores, de formar una comunidad de caridad y de hacernos santas.
Desde 1937 a 1941, cuando estalló la segunda guerra mundial, nos siguió regularmente con sus cartas, siempre atenta por nuestra salud, recomendándonos de estudiar bien el idioma y de insertarnos gradualmente en el nuevo ambiente chino y luego en el filipino para estar en grado de desempeñar mejor el apostolado.
Regresé por primera vez del Oriente, después de diez años: sólo entonces volví a ver a la Primera Maestra que vino a Nápoles para encontrarnos personalmente. Me preguntó con tanta gentileza cómo había sido el viaje, cómo habíamos estado durante los largos años de guerra, las pruebas que habíamos sufrido, cómo nos habíamos salvado…, concluyendo con esta expresión: «La Virgen las ha salvado a todas; estén agradecidas y traten de amar mucho a María Santísima».
Recuerdo aún su extrema puntualidad en responder a nuestras cartas. En los largos años de guerra, desde 1941 hasta casi la mitad del 1945, hemos estado sin noticias, porque las comunicaciones no eran posibles, M. Tecla se ingeniaba mandando las cartas a las hermanas de Estados Unidos y ellas, a su vez, nos las enviaban a nosotras.
Cuando después las comunicaciones entre Italia y las naciones de Oriente se volvieron a abrir, puedo decir que ni siquiera una carta quedó sin respuesta, hasta su última enfermedad. De hecho, su última carta, tiene la fecha del 14 de noviembre de 1963. Ella se agravó el 22 de noviembre y no ya pudo escribir ni hablar. Era tan precisa y sintética que con pocas palabras respondía y aclaraba cualquier tipo de problema.
La prudencia y la precisión de M. Tecla se manifestaban también en el ejercicio de la justicia; nos recomendaba vivamente de dar a cada uno lo suyo y especialmente de pagar a quien había prestado un trabajo, aún en los lugares en los que era fácil deshacerse de ciertos deberes. Ella misma se ha mostrado siempre escrupulosa en cumplir estos deberes de justicia; aún más, ante todo, trataba de ser justa respecto a Dios, atribuyéndole a Él todo el bien que ella hacía; aceptando por completo la voluntad del Señor, repitiendo a menudo: «Deo gratias».
En los últimos tiempos se nos manifestó particularmente afectuosa y materna: ella de cualquier modo, sabía usar la fortaleza especialmente consigo misma: tenía un gran espíritu de sacrificio, que lo demostraba sobretodo en la sumisión a la regla y a los actos comunes. Aun cuando estaba cansada y había tenido muchos compromisos, le agradaba encontrarse con sus hijas. En los momentos de recreación se entretenía al ver a todas conversar con ella: esto sucedía tanto en la casa generalicia de Roma, como también cuando visitaba las casas lejanas.
Cuando vino a Filipinas, nosotras queríamos alquilar un auto para ella, ya que entonces no lo teníamos. M. Tecla no quiso; decía: «Si ustedes viajan así, ¿por qué yo no lo puedo hacer también?». Con aquel gran calor del mes de mayo (el más caluroso de Filipinas) hacía todos los viajes sin jamás una palabra de queja. A menudo nos recomendaba de sabernos adaptar a los usos y a las costumbres de la gente.
Recuerdo que durante el último viaje que ella hizo a Oriente, la acompañé a India desde Filipinas. La primera etapa fue Manila, donde se sintió mal. En un primer tiempo ella pensó llamar a Manila a las hermanas más ancianas y a las superioras de las casas fíliales, pero un día me dijo: «Sabes tuve una inspiración: ven a hacer la hora de adoración conmigo, después te lo digo». Fuimos a la capilla, rezamos durante una hora y saliendo me dijo: «He pensado ir yo a encontrar a las hermanas en las casas fíliales: avísales y mañana partimos».
Nos fuimos en avión desde una isla a otra. A ella se la veía siempre serena, alegre y pronta a animar las recreaciones, en las cuales ponía todo su esfuerzo, como si se tratase del más serio de sus deberes. Yo me di cuenta que durante la visita de las últimas casas, aún sintiéndose muy mal, continuó encontrándose con las hermanas y a responder a las cartas que le llegaban. Al final, se tuvo que ir nuevamente a la cama con un gran dolor en las piernas.
Lo que me ha impresionado más en la Primera Maestra Tecla ha sido la virtud de la humildad, junto a su gran fe. Al regresar a India, después de haber estado pocos meses en Roma, encontré en mi bolsa una esquela suya en la cual me decía: «Te agradezco que hayas venido, por lo que has hecho aquí y te pido perdón si he estado poco amable contigo, pero tú sabes que te quiero mucho». Al dejar ella Filipinas, encontramos en el casillero de la correspondencia, una carta en la que agradecía por haberla «soportado por todo el tiempo» y terminaba pidiendo perdón si no había hecho como se deseaba y como se debería hacer.
Cuando Alberione y M. Tecla vinieron a visitarnos en Bombay, en 1955, nuestra casa era muy pequeña. El P. Alberione nos dijo inmediatamente que tendríamos necesidad de una casa más grande. Y M. Tecla, le respondió: «Sí, pero faltan los medios». El Primer Maestro la miró serio y le dijo: « ¿Y la fe? ¿Es posible que todavía se razone tan humanamente?». Ella aceptó humilmente la observación, le agradeció y más tarde dijo: « ¿Han escuchado lo que dijo el Primer Maestro Tenemos fe?»
La humildad sostenía a M. Tecla también en el ejercicio de la obediencia, en la cual se ha distinguido siempre desde el inicio de su vida religiosa. Por obediencia aceptó ser Superiora general y muchas veces afrontó con valentía iniciativas que quizás no comprendía; repetía a menudo: «Obedezcamos, obedezcamos así no nos equivocaremos nunca».
Puedo decir que ella sobresalía por su sencillez. En sus visitas a las casas de Oriente, he escuchado decir muchas veces, también de hermanas de otros institutos y de varias personas, expresiones como estas: « ¡Qué sencilla es su Madre general! ¡Qué fácil es acercarse a ella!…».